Diciembre, creo que vamos mal.
Todos los años, cuando llegan estas fechas, trato de no pensar en lo mucho que detesto que estés aquí y en todos los compromisos a los que me haces ir; siempre la casa del tío, el divorcio familiar, la muerte de una abuela, mi abuela.
Si tan solo pudiera arrancarte del calendario y descubrirme en Enero con el pelo más largo, pero claro que la cosa no es así.
Como cosa mía, te comento que este año en particular va a ser muy decembrino, y eso me deja totalmente congelada. La desesperación de las familias que se desmoronan es una cosa patética, aunque sumamente humana, y el terror que tiene la mía de poder ajustarse a las estadísticas es casi patológico. No que esté mal, solo que lo traes tú y solo tú, Diciembre.
En serio, no está tan mal.
Sé que haces tu mejor esfuerzo para recordarme que quedan muchos amaneceres por ver, y sé también que no voy a tener que tocar el despertador gracias a las convenciones que te rodean el cuello, pero qué gran tristeza no poner el despertador y ver el amanecer de mierda antes de salir a la universidad. Qué gordo este dolor de cabeza de tener que sonreírle a los primitos cuando rompen cosas en la casa o cuando le estiran las patas a mis perras, el obvio descontento de todos con sus regalos, el mal gusto de mis tías.
Diciembre, tenemos que hablar.
Aunque todos te llamen Navidad, sigues siéndome infiel.